Era el jueves 9 de enero de 1992 a las 12:30 del mediodía, cuando me encontraba en el salón de belleza secándome el pelo. Las contracciones llegaron espaciadas. Esos dolores fuertes que duran segundos me fueron acompañando cada vez más seguido. Todavía así, me fui a comer pupusas y a cerrar el canasto de la oficina, como decía, por decir a dejar todo en orden. Mi fecha de parto estaba en su punto, tal y como me lo había indicado desde el principio de mi embarazo mi ginecólogo el Dr. Carlos Alejos. A las cuatro, llegamos a la cita con él, y luego de revisarme, me dijo: “Tenés cuatro centímetros de dilatación y vas para cesárea porque se te volteó el bebé. Nunca quise saber qué sexo traía mi bebé, para mí, la sorpresa de ese momento tan único y especial del parto, era más importante que cualquier otra cosa material o superficial.
No le avisamos a nadie, de mi familia, más que a mi hermana. Fuimos con la Monish a recoger la maletita previamente preparada y nos fuimos al hospital. Ya estando allí, mi hermana llamó a mis papás y hermanos para contarles en las que andaba. Yo me sentía demasiado emocionada, estaba a muy poco de conocer, en persona, a ese ser que había cuidado y acogido durante 40 semanas en mi vientre. Alguien a quien muy pronto llamaría mi hijo o hija. Me prepararon, y recuerdo que todavía antes de entrar a la sala de parto, me tomaron unas fotos acostada con la gran panza de fuera. Todo estaba listo para que la Monish también entrara a la sala de operaciones y pudiera acompañarme en esos momentos tan importantes en la vida de una mujer, dar a luz a un nuevo ser. Anestesia, música de fondo y palabras de ilusión, y a nada de ser mamá por cesárea.
A las 7 de la noche nació Giancarlo, mi bebé nació de nalguitas con la ayuda de mi gran ginecólogo. Hermoso, de 8 libras y 50 centímetros. Su nombre ya lo tenía elegido desde siempre, igual que el de Santiago y el de dos mujercitas, por si las moscas. El doctor terminó de hacer lo que correspondía, y para mí el tiempo pasó muy rápido. Me sentía más que feliz. Ilusionada y ya sin sentir esos dolores físicos de las contracciones. Salí de todo y me llevaron al cuarto. Acompañada, muy bien acompañada de los míos. Muy feliz, como se sienten las familias unidas, alegres con la llegada de un nuevo miembro y poniéndolo a las órdenes. Tenía el mensaje de no hablar por los efectos de la anestesia, como le decían a uno en aquella época. Fui muy obediente y siempre estuvieron conmigo la Monish y mi hermana.
Fueron pasando las horas y empezó la parte dos de ser mamá por cesárea. Comenzaron las fiebres altísimas. Ellas me cuidaban y ponían toallas frías para bajarme la temperatura. Trataban de animarme y no se despegaban de mí. El tiempo pasaba y yo cada vez me sentía peor. El doctor me decía que de seguro había hablado mucho, y yo le decía que no. Las visitas obviamente fueron canceladas. Ni ánimo tenía. A Giancarlo se lo llevaron a la casa de mi hermano Nelson. Días después, sintiéndome bastante mal, amanecí con una panza mucho mayor que cuando estaba embarazada. Después de unos exámenes, se dieron cuenta de que el intestino delgado se me había necrosado, (la necrosis es la degeneración de un tejido por la muerte de sus células). El 14 de enero me operaron y me quitaron 70 cm de intestino. Para no quitar más intestino afectado, algo así como que zurcieron las partes dañadas, pero conforme los días pasaron yo me iba poniendo peor y peor. La operación no funcionó. Se me llenaron de agua los pulmones y viví con un cuarto de pulmón. Me dijeron que me estaba ayudando en algo tener mis pulmones limpios y grandes, por tantos años que hice natación. Me dio peritonitis y quién sabe qué más cosas. Lo que tanto deseaba, darle de mamar a Giancarlo, se volvió imposible. Hubo mucho medicamento químico invadiendo mi cuerpo.
Mis papás le pidieron al Dr. Álvaro Fernández que si podía llegar a revisarme y, para hacerla corta, casi a media noche del 21 de enero, sin que el hospital donde estaba diera una ambulancia porque dejaba de ser paciente, y al hospital donde iba tampoco porque todavía no era paciente, finalmente, me trasladaron en una ambulancia tipo las de los bomberos con mi ginecólogo acompañándome y tomados de la mano, muy preocupado por mi situación.
Un equipo profesional me recibió allí, y como mis brazos estaban totalmente inflamados por las venas dañadas, me pusieron un catéter para suministrarme los nuevos medicamentos. Me durmieron para estabilizarme. Me acuerdo de que, al despertar, a quien vi con tanto amor al abrir mis ojos fue a mi papá, y le pregunté: ¿qué hora es?, pregunta que hice constantemente durante todo el resto de días que pasaron. Allí aprendí lo importante de ubicar a un enfermo con el tiempo y la fecha. Horas después, entré a una nueva operación, el 22 de enero, donde me quitaron 20 cm más de intestino y me pusieron en coma inducido por siete días.
Me desconectaron del respirador con mis signos vitales muy bajos, situación muy preocupante, pues no se sabía si saldría adelante. Cuando volví a despertar, estaba en un cuarto de intensivo con las cortinas cerradas, todo en silencio y dos enfermeras hablando muy calladitas sobre gallinas. Sin cuestionar nada, me metí a la conversación y las enfermeras se pegaron el gran susto, como que sintieron que la muerta estaba resucitando, y empezaron los chequeos para confirmar mi estado. Mi recuperación fue lenta pero muy buena. ¡Me sentía viva! Como tenía las visitas restringidas en el intensivo, sin televisión, mis papás me apoyaron para solicitar un teléfono, y esto me ayudó muchísimo a sentirme libre y poder comunicarme con quien quisiera. Yo todavía no usaba celular, pues no era común su uso. Una frase que repetía y repetía para ayudarme emocionalmente yo misma era la de Og Mandino, de El vendedor más grande del mundo: “Esto, pasará también; esto, pasará también”. Frase que me ayudó día a día en mi recuperación. Yo me motivaba como podía.
Cuando ya el Dr. Fernández me sintió lista para levantarme, me sostuvieron entre cuatro. No soportaba el roce de la ropa en mi piel. Mis manos y pies estaban totalmente aguados. Es increíble lo que, en tan pocos días, mi cuerpo se había debilitado, a un nivel de ni siquiera poder escribir, mucho menos de pararme sola. El número 33 quedó grabado en mí, pues es el número que me pedía el neumólogo que dijera, cuando oía mis pulmones.Poco a poco empecé a comer, y mis intestinos dijeron: ¡estamos listos para seguir funcionando y digerir lo que sea! Fueron tantas las cosas que aprendí en esos 31 días que estuve hospitalizada en intensivo, tan cerca de la muerte y llena de alambres conectados a micuerpo. Algo que me sorprendió es que nadie me contó de esos siete días que estuve desconectada, fue hasta que supe la fecha, que me di cuenta. Es algo muy importante de transmitir al despertar, es necesario informar lo que pasa. El amor que tantas personas me transmitieron, de una u otra forma, fue maravilloso. Esto fue vital para mi recuperación, el sentirme comunicada. Aquellos días, con el tiempo, han sido de mucho aprendizaje para mí en esta mi biografía de vida. Salí del hospital 31 días después de mi primer ingreso, con 35 libras menos, mi recuperación fue en casa de mi hermano Nelson junto a su familia; allí logré sentir a Giancarlo y volcarme llena de ilusiones, como mamá, por él. Fue grande mi agradecimiento a Dios porque me estaba dando una segunda oportunidad de vida, que sabía que tenía que aprovechar muy bien y encontrar para qué me estaba dejando. Sé que así ha sido después de esa experiencia de ser mamá por cesárea.
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