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Saber levantarse

Cuando uno ve sus sueños convertidos en maravillosas realidades, piensa que todo está hecho, que así seguirá por siempre. Algunas veces el destino, molesto por esa soberbia, le dice: ¡no!, entonces todo cam-bia. Eso me pasó a mí. En menos de un segundo mi vida cambió totalmente, se desmoronó y ahora, la estoy construyendo otra vez.

Sería injusta si me quejara de lo que la vida me ha dado. En el colegio y también después, sobresalí como nadadora y deportista. He tenido la oportunidad de estudiar, viajar y aprender de los demás. Mi mayor fortuna ha sido tener una familia magnífica. Siempre he contado con el apoyo de mis papás, hermanos, sobrinos y cuñadas. Después del bachillerato hice un secretariado bilingüe y luego entré a la “U”. Me gradué de Licenciada en Administración de Empresas y a los meses me fui a Francia, donde hice los estudios de maestría. ¡Qué experiencia fue conocer la cultura de otros países, su idioma, sus costumbres y establecer amistad con personas de diferentes nacionalidades! Hice tan buenos amigos allí, que un matrimonio francés me honró convirtiéndome en madrina de su hija. Ella, es una de mis cuatro ahijados. La adaptación al regresar fue difícil, me volví retraída. Cuando inicié mi vida profesional, mi sueño de ser mamá era aún mayor. Al fin, un 10 de mayo mi examen salió positivo. ¡Qué alegría! ¡Cuántas ideas estimularon mi fantasía. Pero, antes de los tres meses, todo había terminado. Primero perdí un bebé y semanas después se me desprendió el segundo de los gemelos que esperaba. El destino me los había quitado. Tuve que aprender humildad. Entender que Dios pone pruebas. Aceptar que la pérdida de mis dos bebitos, formaba parte de sus planes divinos. ¡Acaso quería asegurarse que estaba preparada para todo lo que significa ser mamá! El tiempo pasó. Hubo altas y bajas pero triunfó la determinación. A principios de 1992 llegó Giancarlo. Los días que siguieron a su nacimiento, me pusieron en contacto con la muerte. Estuve hospitalizada 31 días, sufrí tres operaciones, viví por medio de un respirador artificial durante siete días. Pero Dios me permitió arrullar a mi bebé después de toda esa tormenta. Lo pude abrazar, besar y sentir sus manitas en mi cara. Me dolió mucho no haber podido amamantarlo. Después de tres meses de convalecencia, Giancarlo y yo formábamos una familia unida y feliz. Cuando cumplió un año, en vez de hacerle una piñata, fuimos a Esquipulas con su madrina Monish a dar gracias por su bienestar y la felicidad que nos estaba regalando. Giancarlo fue creciendo, comía de todo, ¡hasta las medicinas le gustaban! no digamos cómo le gustaba lavarse los dientes y que le pasara el hilo dental. Era un relojito para sus siestas y comidas. Desde que nació lo floreaban por guapo. Yo me esforzaba en educarlo a mi manera, para que se convirtiera en un hombre independiente, lleno de inquietudes y deseos de aprender sobre la vida. Creí que era demasiado bondadoso y que terminaría convertido en sacerdote. Me recuerdo sonriente, viéndolo en el gallinero, o escarbando la tierra, o jugando con nuestra pastor alemán. ¡Qué lindos los momentos que me dio! Saludaba a todos y se iba con quien le tirara los brazos; a mí, me adoraba. ¡Cómo disfruté cada abrazo y beso que recibí de él! Tanto mi institno maternal como las lecturas que me ayudaban a orientarlo mejor, estaba haciendo de él, alguien de carácter amigable, cariñoso e independiente, como yo soñaba que fuera. A finales de Noviembre de 1993 otra adversidad. Fui secuestrada por individios que ignoraban mi amor por él. Durante el cautiverio, mis pensamientos giraban en torno a Giancarlo y a mi familia. Sabía que él estaba en buenas manos y que mi familia conseguiría que nos volviéramos a ver. Aún así, me entristecía no tenerlo cerca. No oírlo decir: “mami, vení” o “¿y mi mamá?”. Me faltaba sentir su mano acariciando mi pelo. Mi vida estuvo nuevamente en peligro los tres días y medio que duró el secuestro. Al fin, salí un viernes a las ocho de la noche. Mi mayor deseo era abrazar a Giancarlo y a los míos. Lloré de alegría mientras me miraban con cara de desconcierto, quién sabe cómo se imaginaban que iba a salir. Yo sabía que ya estaba con los míos y eso era lo importante. Tanto mi mamá, como parte de mi familia estaban fuera de Guatemala. Cuando les saludé por teléfono, una de mis cuñadas con voz entrecortada me dijo: “Ala... Mayra, ya no más, ya no tengo más lágrimas para ti, ha sido mucho en tan poco tiempo”. Respondí, con sentimiento de felicidad, “no te preocupés pues ya todo acabó porque ya llevo tres y la tercera es la vencida. Qué lejos me encontraba de imaginar que el verdadero drama aún no había empezado. Solo seis días después llegó la prueba definitiva. La más dura y dolorosa que hasta ahora he tenido en mi vida. Una noche, frente a mí y a mi hermana, Giancarlo resbaló de una silla de veintidós pulgadas de alto. El lado izquierdo de su cabeza golpeó el suelo. Le salió un chinchoncito y lloró; parecía un golpe de los que diariamente sufren todos los niños. Cuatro horas después, mientras dormía sobre mí, convulsionó. Apretó sus manos, y al lográrselas abrir, se aflojó todo su cuerpo, tiró su cabeza hacia atrás y cerró los ojitos que tantas veces me habían inundado de dulzura. Nunca volvió a abrirlos. Nunca más volví a oír su voz. Nunca más volví a sentir sus caricias. Horas después lo declaraban clínicamente muerto. Nada podía hacerse por él. Paradójicamente, él sí podía hacer mucho por alguien más. Decidí donar los órganos de su cuerpo. Gracias a Dios, fue posible trasplantar su hígado y su bazo. Y con ello, se le pudo dar la oportunidad de llevar una vida normal y productiva a una niñita de dos años en San Francisco. Esto me ha alegrado muchoy aunque por seguridad no le dicen a uno nada sobre a quién se le hizo la donación, en mí queda la satisfacción de haberle dado vida a alguien por medio de Giancarlo. Además sé que algo de él vive sobre la tierra, que tanto su hígado, como su bazo y sus córneas andan por el mundo, y que su riñón ha servido para estudios renales. Desde que supe que Giancarlo ya no iba a vivir, le dije a mi familia que lo quería incinerar y enterrarlo donde yo quisiera. Todos entendieron mi mensaje y me apoyaron. Fue tan importante sentir el amor, apoyo y comprensión de ellos en todo sentido. Lo vi antes de que lo incineraran. ¡Estaba bello! tan tierno como cuando dormía. Era un angelito, desnudo, cubierto por una sábana blanca. Dormía y estaba tranquilo. Percibí la paz que me transmitía. Me despedí llenándolo de besos, acariciando su pelo, manos y pies, mis lágrimas no dejaban de caer corriendo por su tierna piel. La muerte de Giancarlo sucedió en Miami. Hasta allí me llegaron muchas llamadas y faxes de diferentes países expresando dolor por lo sucedido. Me sentí querida, fueron muchos los que me ayudaron, lloraron y sufrieron a mi lado. Personas que no escatimaron su tiempo para acompañarme, pero sobre todo, siempre mi familia estuvo conmigo. Con la ida de Giancarlo, yo comprendí por qué Dios me había dejado vivir cuando él nació. Dios necesitaba una guía para él, necesitaba a alguien que le diera todo el amor sin regateos que yo le di. Necesitaba un ejemplo de ser humano que cae y se levanta, porque ¡qué dichoso es ser escogido por Dios!, cuando uno experimenta la muerte de alguien a quien ha amado tanto, al lado del dolor intenso, surge un entendimiento distinto de la vida. Es la versión de uno mismo como parte ínfima del vasto Universo, que así, me convierte en un elemento del plan de Dios. Comprendo que Él nos regala la vida y que hay que aceptarla como va viniendo. Sabiendo que lo importante es hacer el bien a los semejantes. Haciendo de la vida, cosas provechosas extendiendo la mano amiga con ánimo, alegría y generosidad a quien lo necesita. Entiendo que hay tareas por cumplir y que me han elegido para realizarlas. Y si uno se considera a sí misma, elegida por Él, sabe que debe ser fuerte. Que no importa tanto cuántas veces se caiga, sino que lo importante es, que en cada caída, uno se vuelva a levantar. Por eso, ahora sé que desde algún lugar, Giancarlo me ve, me conforta y me acompaña. El ser perseverante y tener muy claro a dónde quiero llegar, me ha ayudado a lograr muchas metas en mi vida. Y sé, que si todo sale bien y Dios lo permite, al finalizar el año, seré mamá otra vez. Parece ser, que el plan de Dios que, tiene para mí, es de seguirme poniendo a prueba. El 23 de julio, perdí a la bebé que esperaba. Confío en recibir los mensajes necesarios para seguir mi camino hacia arriba y completarme hasta ser llamada a lado de Giancarlo. El pasado 31 de octubre de 1997, en un día inesperado, llegó SANTIAGO. Un niño que ha venido a dar luz nuevamente a mi vida. Puedo decir que, después de la pérdida de Giancarlo, haber tenido cuatro pérdidas de embarazo, el entender que venimos a este mundo físico para aprender y enseñar lo que nos toca, puedo decir que la continuidad de mi vida está siendo para dar. El dolor quiero expresar que no pasa, que no termina, que aprendemos a vivir con ello y que nuestros seres queridos que han partido antes que nosotros, siempre estarán muy cerca de nosotros, no de una manera física, pero sí de una manera espiritual y energética. Ellos siempre están con nosotros, podemos contar con su apoyo.-


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